
No deja de sorprenderme todas las grandes historias que tienen para contar. Con ellos es fácil no aburrirse. Ayer, estaba yo hablando sobre la magia con Zea y ella así, no se por que espíritu movida, se lanzó a contarme una historia realmente mágica...
Hace tiempo, en uno de sus viajes interespaciales, conoció a unas chicas en un planeta muy curioso. Eran diferentes a todas las que hasta ahora había conocido, y mira que Zea ha recorrido muchos mundos. Pero estas, ¡eran mágicas!. Emanaban luz y bienestar. Eran casi etéreas, como si en vez de andar, levitaran.
Transmitían algo diferente. A su lado sentías, que nada de lo que ocurriera a tu alrededor, era tan importante como para estar triste. Siempre parecían estar contentas. Además, consiguen que seas consciente, de la suerte de sentir y existir en el preciso instante en el que te encuentras… Y eso si que es mágico.
Zea intentó, algo confusa, averiguar como lograban ese estado de alegría continua. Según le explicaron, no conocían sentimientos negativos como la rabia y mucho menos, la envidia. Cuando se levantan por la mañana, siempre eligen vestirse la mejor de sus sonrisas, y así poder contagiarla a quien se cruce con alguna de ellas. Nadie se resiste a devolverles una.

Ser diferente es mágico y así se lo hicieron sentir a Zea.
Las chicas mágicas, le explicaron a Zea, que tienen una isla imaginaria en la que dejar los sentimientos negativos a la orilla del mar. Con el tiempo, la marea se los llevaba de allí, para nunca jamás devolverlos. De esa forma, las olas arrastraban los pensamientos negativos hasta las más recónditos abismos.
Zea, que es tan tímida y le cuesta tanto sonreír, tuvo que reconocer, que junto a ellas era sencillo relajarse para contagiarse de su energía. Rápidamente se sintió parte de ellas, no le juzgaban ni por sus colmillos, ni por el antifaz con el que intentaba ocultar su timidez. Sin más, le aceptaron tal cual era. No esperaban nada a cambio, ni siquiera que hablara o que hiciera esos sonidos de monstruo que el resto de seres le pedían.
Para ella fue un gran alivio que no le juzgaran por su exterior, porque está llena de complejos. Hasta me confesó, que en una época había intentado limarse los colmillos. Pero se dio cuenta a tiempo, de que cada una de sus características le hacen única y diferente.
Una de las chicas, la de los ojos saltones, se sentó junto a Zea. Le explico, que las cosas que sentimos, tanto la tristeza, el miedo, el enfado y todos esos sentimientos que nos hacen tanto daño, pertenecen al reino del tiempo y que todos ellos terminan por irse. Por eso, no es bueno que les demos demasiada importancia.
Zea aprendió mucho sobre ellas, desde a respirar despacio y profundamente para relajarse, hasta a valorar la belleza de una gota de rocío. Y entendió que el truco es agradecer todos los días la suerte de ser y estar. Disfrutar de las cosas pequeñas, aprender de todo lo que te ocurre, de lo bueno y lo malo. Y sobre todo ir despacio, para que no se nos escape ningún detalle de la vida.